miércoles, 17 de diciembre de 2014

El efecto Pigmalión


 

   Se llama "efecto Pigmalión" (self-fulfilling prophecies), según definió Merton (1948), al proceso por el cual las creencias y expectativas de una persona afectan de tal manera su conducta que ésta provoca en los demás una respuesta que confirma esas expectativas. Esto ocurre en diferentes ámbitos; a los niños con sus padres, a alumnos con sus profesores, y también a un equipo de trabajo con su jefe. Puede ser positivo o negativo, en función de si la creencia acerca de la persona impulsa a ésta hacia un estado de ánimo, motivaciones y expectativas positivas o si, por el contrario, va en su detrimento. Cuando un directivo confía en su equipo, es más fácil que sus colaboradores se sientan motivados, trabajen bien y obtengan excelentes resultados.

   En el terreno de la psicología, la economía, la medicina o la sociología, diversos investigadores han llevado a cabo interesantísimos experimentos sobre el efecto Pigmalión. Uno de los más conocidos es el que llevaron a cabo en 1968 Robert Rosenthal y Lenore Jacobson, bajo el título “Pigmalión en el aula”. El estudio consistió en informar a un grupo de profesores de primaria de que a sus alumnos se les había administrado un test que evaluaba sus capacidades intelectuales. Luego se les dijo a los profesores cuáles fueron, concretamente, los alumnos que obtuvieron los mejores resultados. Los profesores también fueron advertidos de que esos alumnos serían los que mejor rendimiento tendrían a lo largo del curso. Y así fue. Ocho meses después se confirmó que el rendimiento de estos muchachos especiales fue mucho mayor que el del resto. Hasta aquí no hay nada sorprendente. Lo interesante de este caso es que en realidad jamás se realizó tal test al inicio de curso. Y los supuestos alumnos brillantes fueron un 20% de chicos elegidos completamente al azar, sin tener para nada en cuenta sus capacidades. ¿Qué ocurrió entonces? ¿Cómo era posible que alumnos corrientes fueran los mejores de sus respectivos grupos al final del curso? Muy simple, a partir de las observaciones en todo el proceso de Rosenthal y Jacobson se constató que los maestros se crearon tan alta expectativa sobre esos alumnos que actuaron a favor de su cumplimiento. De alguna manera, los maestros convirtieron sus percepciones sobre cada alumno en una didáctica individualizada que les llevó a confirmar lo que les habían avisado que sucedería, es decir, que se producía la “profecía autocumplida”. También ocurre en los casos en que los padres etiquetan constantemente a un hijo de mentiroso, trabajador, tonto, divertido, listo, patoso… a menudo influyen notablemente a que el niño desarrolle dicha cualidad, tanto si es positiva como si es negativa.

“Tanto si crees que puedes, como si crees que no puedes, en ambos casos tienes razón”. Henry Ford

   "El «Efecto Pigmalión» de los padres sobre los hijos, o de los profesores sobre los alumnos, es el hecho por el cual se pronuncian expectativas o prejuicios durante el proceso comunicativo con los más pequeños sin tener en cuenta que en el futuro pueden originar sentimientos, comportamientos o rendimientos no esperados y/o deseados", apunta Alba García Barrera, profesora de Psicología de la Universidad a Distancia de Madrid (Udima).

   Otro caso que quiero mencionar del efecto Pigmalión es acerca de las expectativas que pueden depositarse en base al llamado «efecto halo». Pongamos un ejemplo: En el entorno familiar sucede a menudo a través de las comparativas directas e indirectas con los hermanos, ya sean mayores o pequeños. Es común escuchar a un padre o a una madre decir a su hijo, cuando se está portando mal, "a ver si aprendes de tu hermano". Incluso muchas veces se tiende a regañar siempre al niño que se suele portar mal, solo por el hecho de que suele hacerlo con frecuencia, cuando en un momento dado ha podido ser al revés. Ningún niño se porta siempre bien, ni ningún niño se porta siempre mal, y como padres se debe ser justos y congruentes con ello.

   Porque además, muchas veces se tiende a idealizar el comportamiento del hijo que suele comportarse mejor, y se le regaña menos, se le castiga menos y, en definitiva, se suele tener más paciencia con él que con el que suele portarse peor. A esto se le llama "trato diferencial", y afecta directamente al autoconcepto, la autoestima y el rendimiento del niño. De hecho, influye en sus respuestas comportamentales, ya que cuando el niño es consciente de que sus padres esperan que tenga un mal comportamiento, tiende aún más fácilmente a reproducirlo.

   En el ámbito escolar sucede exactamente lo mismo. El docente suele tender a poner notas más bajas a aquellos estudiantes que suelen rozar el aprobado, y notas más altas a quienes suelen sacar sobresalientes, aunque por determinadas circunstancias no sea así... Y esto influye en el autoconcepto del alumno y en lo que se siente capaz de hacer. En este sentido, «hay que prestar atención a los comentarios que realizamos en casa sobre las notas que obtienen nuestros hijos, sin encasillarlos ni esperar determinados resultados. Pero ojo, esto no quiere decir que no haya que exigirles, sino que hay que procurar escucharles, entenderles y animarles a sacar todo el potencial que llevan dentro».

   Los factores que favorecen al desarrollo de la autoestima están muy relacionados con el efecto Pigmalión. Dicho efecto es un modelo de relaciones interpersonales según el cual las expectativas, positivas o negativas, de una persona influyen realmente en otra persona con la que se relaciona. Este modelo ha sido cuidadosamente estudiado y comprobado en el comportamiento de niños y jóvenes, tanto en el aula como en el hogar; y también en otros muchos grupos humanos, especialmente relacionados con el mundo de la empresa.

   La clave del efecto es la autoestima, pues las expectativas positivas o negativas del «Pigmalión[1]» emisor se comunican al receptor, el cual, si las acepta, puede y suele experimentar un refuerzo positivo o negativo de su autoconcepto o autoestima, que, a su vez, constituye una poderosa fuerza en el desarrollo de la persona. Concretamente, las expectativas positivas (y realistas) del educador influyen positivamente en el alumno; las negativas lo hacen negativamente. Hablamos de «Pigmalión positivo» en el primer caso, y de «Pigmalión negativo» en el segundo. Tanto es así que los educadores más eficaces se suelen distinguir por su actitud de «Pigmaliones positivos», y los menos eficaces por lo contrario. Ser «Pigmalión positivo» NO consiste en abrumar a la otra persona con fabulosas e ilusorias expectativas que puedan hacerle creer, equivocada y peligrosamente, que es el ombligo del mundo, ni tampoco en proponerle metas que no estén realmente a su alcance, creándole tensiones destructivas que pueden empujarle a la ruina. NO consiste en imponer, sino en acompañar. Por lo contrario, SI consiste en una actitud de cálido aprecio e interés por la otra persona, por su bien, por su felicidad, por su desarrollo. Una actitud que le hace permanecer alerta a cualquier signo de bondad, de capacidad, de talento, y que incluso le permite descubrir y adivinar los valores latentes en la otra persona. Además, inspira palabras, gestos y acciones que ayuden al otro a descubrir y utilizar sus propios recursos, a descubrirse a sí mismo y a seguir su camino. Y todo ello con paciencia y benevolencia, con rigor y disciplina, dando libertad, alentando y animando, confirmando y apoyando... y, cuando parezca oportuno y provechoso, corrigiendo y sancionando.

   Este esbozo de «Pigmalión positivo» es, por supuesto, un ideal generalmente inalcanzable en su plenitud, aunque no imposible, aún así, es útil tenerlo en cuenta como horizonte en nuestros esfuerzos por ejercer de «Pigmaliones positivos». Los alumnos tienden a realizar lo que sus «Pigmaliones positivos» o «negativos» esperan de ellos; y cuanto más jóvenes, más susceptibles son a la influencia de sus «Pigmaliones» de uno u otro signo. Generalmente hablando —y es triste consignarlo—, las expectativas negativas parecen comunicarse más fácilmente que las positivas, y el comportamiento no-verbal del «Pigmalión» es más influyente que el meramente verbal.

   El educador o padre/madre, con sus palabras y el modo y el momento de decirlas, con la expresión de su rostro, con sus gestos, con su contacto visual, en suma, con su manera de considerar y de tratar al alumno/hijo, comunica a éste el concepto positivo que le merece su persona, despertando en él un mayor aprecio y confianza en sí mismo, una mayor autoestima, en suma, que le alienta y le motiva. Las expectativas positivas y realistas del «Pigmalión positivo» no funcionan por arte de magia, sino que potencian lo que ya está latente en el alumno/hijo; creando en el aula/hogar un clima más conducente al crecimiento y aprovechamiento de éste; suministrándole más información; y respondiendo con más asiduidad e interés a sus esfuerzos, ofreciéndole más oportunidades para que le haga preguntas y le dé respuestas.

   Por lo tanto, debemos hacer un reconocimiento firme de la conexión férrea que existe entre el lenguaje que utilizamos en nuestra vida, en nuestro día a día y con nosotros mismos, y el que utilizamos para con los que nos rodean, siendo éste el mismo y, por lo tanto, el lenguaje que provocará en esas personas unas creencias sobre sí mismos y sobre lo que son capaces de hacer. Creencias que pueden ser positivas o negativas.

   Pero, ¿qué pasa cuando este tipo de instrucciones, sentencias gratuitas y palabras proféticas no se quedan solamente en las creencias sobre lo que alguien puede o no hacer y afectan a los que las sufren de una forma más profunda?. Cuando esas palabras que tanto se repiten y que tanto sentencian crean un estado emocional negativo intenso y/o continuo, que desembocan en malestar, comienza a manifestarse de forma física, sintiendo sensaciones que se van convirtiendo en dolor físico paulatinamente, provocando un abanico muy amplio de síntomas, como dolor de cabeza, pérdida de apetito, decaimiento, disminución de su actividad…, y un sinfín de estados con un mismo origen, la palabra. Este hecho se denomina somatización de emociones.

   Lo más positivo y esperanzador es que podemos utilizar el efecto Pigmalión positivo para impulsar a esas personas sobre las que tenemos "influencia", ya sean hijos, alumnos, amigos o trabajadores, e impregnarles con ese pensamiento positivo, mejorando su autoestima, sus expectativas y las creencias que depositan en sí mismos, cuyas consecuencias son, cuando menos, constructivas y transformadoras en pro de su crecimiento personal y de su bienestar mental y físico.



[1] En este contexto, la referencia a «Pigmalión» o «Pigmaliones» se refiere a la persona o personas, respectivamente, que influyen con sus creencias, lenguaje y expectativas en otra persona, ya sea en el ámbito escolar o en el hogar.

viernes, 5 de diciembre de 2014

Nuestras palabras, caricias o cuchillos.

Una vez que nos hemos situado en el marco conceptual del Pensamiento Positivo, que vimos en el anterior post, vamos a dar un paso más que nos irá desvelando la transcendencia que el poder de las palabras tiene en nuestras vidas. Un pensamiento, tanto positivo como negativo, también afecta a las personas que tenemos a nuestro alrededor, las que forman parte de nuestra vida. Nuestros amigos, nuestros hijos, nuestros hermanos, en fin, las personas que tenemos más cerca y con las que pasamos más tiempo, son las más afectadas por uno u otro tipo de pensamiento. Si en nosotros prevalece un tipo de pensamiento, ya sea positivo o negativo, nuestras palabras y actos, tanto con nosotros mismos como con (y hacia) los demás, también se manifestarán en el mismo registro y con la misma frecuencia que en nuestro pensamiento. Si lo que prevalece en nosotros es el pensamiento positivo, vamos a transmitir también palabras positivas que contagien y/o enseñen esa forma de pensar, de sentir y de afrontar las situaciones que la vida nos depara.

Cuando se trata del poder de las palabras y de sus efectos, éstas pueden conseguir minar o potenciar la seguridad de una persona, niño o adulto, en función de las expresiones verbales que esté habituado a escuchar, así como la utilización de éstas hacia las actividades que realice habitualmente en su vida, aumentando o disminuyendo su autoestima, autoeficacia, autoconcepto, expectativas positivas o negativas, motivaciones...

¿Por qué tienen tanta importancia el pensamiento positivo, las palabras que éste alimenta y la influencia que éstas, a su vez, pueden provocar en los demás?

            Comenzando por el caso de los más pequeños, palabras como «Este niño es un desastre», «es muy malo y desobediente», «no se entera de nada», «siempre la estás liando»..., u otras palabras más duras, pueden hacer más mella de lo que podríamos pensar. A veces no somos plenamente conscientes de lo que pensamos o lo que decimos, pero con nuestras palabras juzgamos y etiquetamos a los niños prematuramente, condicionando su comportamiento y produciéndoles unas heridas que, metafóricamente, pueden llegar a estar sangrando durante muchos años si no se reconocen y cicatrizan correctamente. No obstante, el hecho de que tengan que cicatrizar, ya significaría que hubo una herida que curar.

En toda relación con niños y adolescentes debe prestarse especial atención a la forma en que expresamos y transmitimos nuestras ideas, especialmente aquellas que afectan a su propia forma de ser, actuar o pensar sobre una determinada cuestión. Como ya se ha indicado, en estas etapas los jóvenes se encuentran en pleno desarrollo físico, psicológico y afectivo, por lo que son altamente vulnerables a la influencia que puede llegar a ejercerse sobre ellos por medio de la comunicación. Es bastante fácil que, con nuestras palabras, afectemos al autoconcepto y la autoconfianza del niño. El ser humano, y más un  niño, se va nutriendo de las experiencias vividas, almacenando creencias en su subconsciente y, sin ser imprescindible el hecho de volver a pensar en ellas conscientemente, éstas van dirigiendo su vida sobre la base de esas creencias.

En el lenguaje, entre otros, tenemos dos verbos, el ser y el estar, y es común escuchar a un padre regañar al niño que se porta mal diciendo “eres malo”. Pero cuando esto ocurre, el niño simplemente se “está” portando mal, no “es” malo. De hecho, la forma correcta de dirigirse a un niño es refiriéndonos a la conducta concreta que tiene en ese momento. Que se porte de una determinada manera no significa que sea algo inherente a su personalidad que nunca va a poder cambiar. Tal y como apunta la psicóloga Rosario Linares, «lo que digamos sobre nuestros hijos puede marcarlos de por vida, así que para que confíen en sí mismos, antes tenemos que haberlo hecho nosotros. Sólo sabiendo que son aceptados tal y como son, crecerán con una autoestima fuerte y sana».

Sabemos que este tipo de palabras y sentencias, que en principio pueden parecer inofensivas, se repiten con más o menos frecuencia en diferentes situaciones y momentos del día. Suponiendo un caso concreto, y sumándolas, es posible que a lo largo del día hayamos utilizado un mínimo de 15 o 20 palabras o frases del tipo "eres un desordenado", "eres un cabezota", "eres tonto", etc., siendo optimistas. Así pues, si seguimos el recuento, y tomando 15 como número de referencia, estaremos hablando de 105 sentencias a la semana, 420 al mes y poco más de 5.000 sentencias al año. Si tenemos en cuenta los años más importantes del desarrollo emocional de una persona, habremos educado a ese hijo con un total de 90.720 sentencias a sus 18 años. Cabe ahora recordar cómo el tipo de lenguaje utilizado afecta a las personas mayores, pudiendo ser curativo o devastador. Por lo tanto, ¿cuál será el efecto de este tipo de lenguaje en una persona tan maleable y sobre la que tenemos tanta influencia, como lo es un hijo?. Y si aún pudiera quedar más claro, y haciendo la equivalencia, imaginemos qué pasaría si a un niño se le repite durante un mes, 3.024 veces cada día "eres tonto" o "eres un desordenado". En un mes, esa persona, o estaría convencida de lo que le hemos dicho, o se habría ido muy lejos de nosotros, pero con un dolor inmenso, pensando si eso es cierto realmente y viviendo con ello toda su vida. Evidentemente esta comparación es muy extrema, pero esas sentencias que decimos día a día durante 18 o más años, se van grabando en el cerebro como fuego incandescente que marca el metal, y cuyas consecuencias más leves son la firme creencia de eso que tanto nos han repetido, o un malestar continuo del que ni siquiera se puede identificar ya su origen. Y repito, las consecuencias más leves.


Es muy fácil afectar de forma inconsciente a los niños con nuestras palabras. ¿Por qué sucede esto? Porque solemos olvidar que una persona en la infancia desarrolla su autoconcepto, a parte de por sus logros, en función de las expectativas que depositan en él las personas de referencia de su entorno. Es decir, un niño va formando el concepto que tiene de sí mismo en base a las valoraciones que recibe de sus padres, de sus abuelos, de sus tíos, de sus maestros... Y si de pequeñito no le consideran capaz de hacer determinada cosa, muy probablemente acabe siendo incapaz de hacerla. Y no porque no tenga capacidad o habilidades suficientes, sino porque su entorno más próximo le está transmitiendo este mensaje, que difícilmente le invitará siquiera a intentarlo o a probar suerte... Recordemos la parábola del elefante atado a una pequeña estaca. Este hecho que concurre a medida que las personas que nos rodean son afectadas por las repetitivas palabras de sus seres cercanos y educandos, es lo que se conoce como "Efecto Pigmalión", del que hablaré pronto en otra publicación, tanto de sus consecuencias más negativas, como de su utilización más positiva y constructiva.